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Esta mujer tan blanca como la yuca, había tenido que vivir
en una tierra donde no había nacido aunque llevaba la sangre de sus gentes en
sus venas porque su padre, abuelo y otras tantas generaciones de hombres,
pertenecían y se enorgullecían de este lugar que ella se empeñó en
rechazar.
Un día la mujer del color de la yuca, despertó con una
sensación parecida a la de la vaciedad.
Aunque lo tenía todo, tendría que buscar unas raíces para poder
reivindicar cosas que nunca había sido pero deliraba con ser. Se levantó, viajó a sus lugares de
supuesto origen y perdió la razón, sintió que debía ser misionera pero se
encontró de repente con el reflejo de su propia angustia en un espejo que la
hacía verse a sí misma como una farsa de convicciones y culturas que había
logrado aprender de los libros.
Ella nunca había tenido esa
vivencia en ese lugar de ensueños que la hacía extraviarse cuando pensaba en
dominar una cultura que pudiera rendir a sus pies para reclamarse viva mientras
moría.
Se inventó una tribu, y hasta creyó firmemente que tenía un
clan que alguien le había otorgado por la simple razón de arremeter contra la
vida, comparó una cosa con la otra y combinó tantos disparates que lo único que
consiguió fue el rechazo de la gente que ella llamaba suya, cuando estas gentes
nunca fueron de nadie.
Escudada en la envidia que la consumía en cada paso que
daba, arremetió contra cualquier amenaza que considerara competencia para
reivindicar lo que ella pretendía era suyo y de nadie más. Utilizó las estrategias más bajas
porque su única entelequia era reinar, pero terminó consumida en su
miseria.
Hoy, solo su madre la llora después de haber fallecido en
sus espejismos.
Cuentos cortos de la serie de “mujeres sin sentido” iniciada en el año 2009.
1º de mayo de 2014
Berna, Suiza