“Saludos al Nariznauta. Dile que aún recuerdo el último libro que me
leyó de su viva voz, tu libro Gabo... ese mismo... el de las putas tristes...”
En Colombia, solía tener guardada
la biblioteca de libros que había ido conformando durante toda mi vida. Tenía cajas y cajas de novelas, de feng
shui, de diseño gráfico y lo que más tenía eran cajas llenas de libros sobre derechos
de los pueblos indígenas y de las mujeres, éstos últimos recopilados durante
casi 10 años de travesías por el mundo.
Un día de diciembre de 2007, mi papá, Ignacio Ramírez Pinzón, vino a mis
sueños para decirme adiós. Murió,
pero no pudo llevar con él la maravillosa biblioteca que lo deleitó durante
toda su vida y de la cual se sentía tan orgulloso. Entonces, yo decidí heredar su biblioteca y digo que lo
decidí yo, porque mi papá, debo decir que, no me había heredado nada diferente
a un óleo gigantesco que ya me
perteneciera por obra y regalo de una de sus mujeres más amadas y mas odiadas
en la vida. Las cajas llenas de la
biblioteca del Cronopio Nariznauta de
Literalúdica, es decir, mi papa, anduvieron por un lado y por otro también
en mi periplo por las incertidumbres de mi fortuita vida. En menos de tres años, me mudé siete
veces de casa, tres de ellas de ciudad, cargando siempre conmigo las más de 170
cajas, de las cuales, al menos unas 20, eran de libros de mis exes, los cuales
yo había ido usurpado discretamente, pero el resto, eran los libros, heredados
a la fuerza, de la biblioteca de mi papá.
Un día de enero del 2011, decidí mudarme de continente por cuestiones
del miedo y del amor, así que resolví escoger solamente diez libros del
tremendo libraral que cargaba conmigo
para todas partes. Hubiera querido
traerlos todos a donde vivo ahora,
pero no tenía ni el dinero para mandarlos por barco, que era lo más
barato, ni las mismas fuerzas para volver a cargar las pesadas cajas, una vez
más. Nunca pude revisar todas las
cajas llenas de libros antes de mi viaje pero lo que sí hice fue escoger unos
cuantos, entonces solo me traje algunos de los que sabía yo, eran favoritos de
mi papá, también empaqué el primer libro que mi papá me regaló y también el
primero que leí yo sola: "Momo", porque tengo que decir que todos los libros que conocí
antes, eran leídos por él, mi papá el Cronopio
Nariznauta de Literalúdica, a mi hermana y a mí, hasta que abandonó el
hogar en el año 83. Mi
hermana y yo, aunque ya habíamos leído muchos libros por nuestra cuenta,
después de su partida, manifestamos nuestro dolor, negándonos a leer. El resto de los libros, empacados en
cajas por octava vez,
paradójicamente fueron a dar al lugar que mi padre jamás se hubiera
imaginado en vida: a la casa de
Gloria Boscán, mi mamá. Allí
estuvieron durante tres años, encerrados, asfixiándose en el inclemente calor
de Maicao, mi pueblo. Finalmente,
creo que por intervención divina de uno de "Los Fantasmas Felices", es decir mi papá, un día me
contó mi hermana La Potto Boscan
que ella y mi mamá habían decidido, por cuestiones de espacio, donar los libros a la nueva biblioteca
de Maicao, en donde además, le harían un homenaje, cuando yo volviera a
Colombia, a Ignacio, al gran Nacho, quien además había sido el fundador de Radio
Península, la primera emisora que tuvo Maicao, por allá a finales de los años 60
y principios de los 70. Le
pedí a mi hermana que revisara las cajas y guardara celosamente algunos
ejemplares que, entre otras cosas, él sí que había heredado a algunos de sus amigos
más queridos, todos ellos letrados e intelectuales. Las colecciones de los libros completos de Cortázar o
Miller, eran para algunos de ellos, pero mi hermana y yo, nos negamos al
momento de su muerte, es que ¡eso no podía ser cierto!. Así que decidimos que unos de esos libros
eran de ella y otros míos. Por eso es que repito, yo heredé a la fuerza sus
libros, es que ninguno de sus amigos o amigas supo nunca qué significaban ni
sus libros ni sus obras de arte colgadas en las paredes de nuestras paupérrimas
casas de la infancia, muchos de sus amigos y amigas, aún nos juzgan por
apropiarnos de algo que, entre otras, nos pertenecía, pero ninguno o ninguna,
conoce qué valor de memoria infantil jugaron todos estos elementos en nuestras
vidas. En fin. A veces extraño a todos esos amigos y
esas amigas de mi papá que terminaron pensando que fuimos los peores hijos del
mundo por continuar con nuestras vidas.
Es que una cosa que mi papá nunca me perdonó es que yo me hubiera mudado
de ciudad, él sintió que lo abandoné y nunca lo superó.
Volví a Colombia en noviembre del
año pasado, pero no pudimos llevar a cabo la ceremonia para homenajear a mi
papá en la Biblioteca Pública Municipal
de Maicao. El evento
estaba planeado para el 30 de ese mes, día en el que él hubiera cumplido 69
años, pero el tiempo decidió que no sería ese momento. Mi hermana, había guardado algunas
cosas que mi hija Paula le había pedido y también me tenía un regalo que había
recuperado de las cajas, el libro:
“Los amigos de la Bolsa Roja”,
este libro, me lo había regalado mi papá cuando yo cumplí mis 15 años y en él
estaban transcritos y hermosamente ilustrados, 12 cuentos que yo había escrito
entre los 8 y 11 años de edad. Después de los 11, cuando se fue él de nuestras vidas,
también me negué a escribir, al menos nada para que él pudiera verlo. Con el tiempo he entendido que era mi
forma de castigarlo por la desidia a la que nos había sometido después de su
partida. A veces pienso que mi
papá, estaba convencido de que sus hijas y su hijo, nunca quisimos seguir sus
pasos. Es que mi papá, nunca
se dio cuenta que a escondidas, yo seguía leyendo y seguía soñando con que un
día quería llegar a ser como él, una mujer de palabra, aunque he terminado
siendo bloggera. Por otro lado mi
hermano Miguel Iván, el Chacatín, como él le decía, se ha convertido en un
excelente documentalista y mi hermana Pulusinda, sigue escribiendo en medio de
sus penosas condiciones de salud.
Años después, tuve un encuentro
subliminal con él. Mi papá vino a
visitarme durante una toma de Yagé, y
aunque esta historia debe ser contada con muchos más detalles en otro momento,
debo decir que mi papá me trajo, desde donde se encuentra, unas monedas de
regalo que conservo como una inmensa fortuna. -¡Para
que no te falte el dinero!- me dijo.
Esas moneditas que puso él en el bolsillo de mi esposo para que me las
entregara a mí, son más valiosas que los sopotocientos libros que anduve
cargando sobre mis espaldas durante tanto tiempo. Estoy convencida que me las trajo del más allá, si es que
éste lugar existe. Entonces también
mi papá me dio la razón sobre algunas de las discusiones que teníamos en uno
que otro desayuno. Yo siempre le
decía que para qué conservar los libros encerrados o almacenados en estantes si
se podrían poner a volar de mano en mano para que otras personas los leyeran,
en cambio él, me decía que había que guardarlos porque no todas las personas
les valoraban ni mucho menos les trataban de la forma que merecían. Desde el más allá, entre los colores
sicodélicos del Yagé y la respiración
de la Madre Tierra que se revelaba ante mis receptivos sentidos por la poderosa
toma que corría por mis venas, mi papá me dijo que, a sus libros, tenía que
dejarles ir a volar para que descendieran a las manos de otros lectores, que esos
libros no podían seguir ahogándose en la oscuridad de un caluroso cuarto húmedo
que los estaba matando de moho.
Desde esa vez, decidí que no
volvería a cargar más libros, que me compraría un iPad y que allí guardaría
todos los libros de los libros, amén.
Sin embargo, ahora en mis nuevos aposentos, anoche mi esposo me armó una
biblioteca que me ha despertado muchos recuerdos. He llenado el blanco armario, con los pocos libros de mi
papá que cargo siempre conmigo, con otros que me han ido regalado mis amigos y
amigas, incluyendo una colección de novelas para todos los gustos que me
dejaron Silvia y Daniel antes de su partida a Valparaíso, y los libros y revistas
para practicar el alemán que me dejaron Beka y Andreas antes de su viaje al
Salvador. Como hay tanto
espacio vacío por la ausencia de libros, también he puesto en algún estante
unas de mis wayunkerras.
Una terrible pero a la vez feliz
nostalgia me invade al ir llenando cada lugar de la nueva biblioteca. El recuerdo más hermoso que viene a mi
memoria, es el último libro que me leyó mi papá. Lo hizo en un día frío y lluvioso en el año 2004. Nos fuimos él y yo, con Olga Cristina,
Sergio y Lina María, a una casa maravillosa en un pueblito a las afueras de
Bogotá que ahora no recuerdo como se llama aunque recuerdo cada detalle del
lugar, sus olores, sus animales,
sus inmensos ventanales. El libro
era: “Memorias de mis putas tristes”. Recuerdo que después de terminar de leer el libro, especulábamos
sobre si era Gabo o no, el que aparecía en la fotografía de la portada. Hace unos días, cuando me enteré de la
muerte de Gabo, no pude contener el llanto. Sentí que mi papá, es quien camina en la portada del libro,
como diciendo adiós. Sentí que mi
papá, ese inmenso Cronopio convertido en uno de “Los Fantasmas Felices”, más felices, había vuelto a morir.
Domingo 20 de
abril de 2014
Berna, Suiza